
"[...] Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma, y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pués tenía los carcamanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos y joroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre el ocno, hasta que el vídrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, porque la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo un vono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el Lerdo.
Bajamos en el centro. [...]"
"La Naranja Mecanica", d' Anthony Burgess, 1962.
Trad. Aníbal Leal.
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