dimecres, 28 d’abril del 2010

La tomba de Melville

"Antes de acostarse, aún miran un rato la televisión. Ven el final de una película americana, donde hay un entierro bajo la lluvia. Muchos paraguas. Reconoce, con una satisfacción enorme, el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, donde él estuvo en su segundo y por ahora último viaje a Nueva York. Fue a ese camposanto para ver la tumba de Herman Melville. Lo reconoce por el estilo de las lápidas y porque el sitio le quedó muy grabado en la memoria, y también porque al fondo puede verse la estación de tren elevado en la que descendió para visitar aquel lugar. Aunque ve a Celia muy absorta en la escena del entierro, interviene para decir que él ha pisado aquel cementerio, que lo reconoce por la estación de tren que hay al fondo y que le resulta muy familiar. Celia no sabe qué decirle.
-¿Te impresiona ver un lugar donde yo he estado, o te impresiona más la escena del funeral? - le pregunta con un cierto tono provocador.
Celia elige seguir absorta en la película."
Dublinesca,
de Enrique Vila-Matas

dilluns, 26 d’abril del 2010

Shönbrunn

Spider

"El joven Spider es el último en descender de un tren en la primera secuencia de la película, y enseguida puede verse que es diferente a los demás pasajeros. Algo parece haber nublado seriamente su cerebro, se trastabilla al bajar con su pequeña y rara maleta. Es guapo, pero tiene todo el aspecto de de ser un gran perturbado, tal vez un solitario en pleno momento de incomunicación con un mundo inhóspito.

Celia le pregunta si ha observado que, a pesar del calor, Spider lleva cuatro camisas puestas. Pues no, no había reparado en ese particular detalle. Se excusa y dice que aún no ha tenido tiempo de concentrarse en la película. Además, dice, no se suele fijar en ese tipo de detalles."

Dublinesca,
de Enrique Vila-Matas

diumenge, 25 d’abril del 2010

Sur

"Finalmente, la hora de la partida estaba muy cerca. Se encontraba en el andén, cargado con sus maletas y regalos, y observando cómo el tren rodaba por los raíles de la estación. Pronto estuvo sentado en uno de los vagones de día y acomodó su equipaje en las redes situadas encima de su cabeza. El coche estaba atestado, en su mayor parte con madres acompañadas de sus hijos. Los verdes y afelpados asientos despedían olor a mugre. Las ventanas del coche estaban súcias y por el suelo había desparramado arroz procedente sin duda de alguna pareja de recién casados embarcada en aquel vagón. Singer sonrió cordialmente a sus compañeros de viaje y se recostó en el asiento. Cerró los ojos. Sus pestañas formaban un borde curvado y oscuro sobre las mejillas. Su mano derecha se movía nerviosamente dentro del bolsillo.
Durante un rato sus pensamientos quedaron prendidos de la ciudad que dejaba atrás. [...].
Cuando abrió nuevamente los ojos, la ciudad estaba muy atrás. Y la olvidó. Al otro lado de la sucia ventana, desfilaba un brillante paisaje veraniego. El sol caía con intensos rayos coloreados de bronce sobre los verdes campos de algodón nuevo. Había hectáreas de tabaco. Había hectáreas de tabaco, sus plantas corpulentas y verdes remedando alguna monstruosa jungla. Huertos de melocotones con lujuriantes frutos colgando pesadamente de los árboles enanos. Kilómetros de pastos y decenas de kilómetros de tierras abandonadas, desteñidas, invadidas por toda clase de plantas herbáceas. El tren se abría camino a través de de oscuros pinares donde el terreno aparecía cubierto de resbaladizas agujas color castaño y las copas de los árboles enfilaban, altas y vírgenes, hacia el cielo. Y más allá, muy lejos de la ciudad en dirección al Sur, los pantanos de cipreses..., con las retorcidas raíces de los árboles hundiéndose en las salobres aguas, donde el musgo gris, en forma de jirones, trepaba por las ramas, donde las flores acuáticas tropicales florecían entre la humedad y la falta de luz. Y luego nuevamente en el espacio abierto, bajo el sol y el cielo mezcla de azul e índigo.
Singer se sentaba solemne y tímido, su cara totalmente vuelta hacia la ventanilla. Las grandes extensiones del espacio y el duro, elemental colorido, casi le cegaban. Aquella caleidoscópica variedad de escenario, aquella abundancia de vegetación y color, parecían en cierto modo relacionados con su amigo. Sus pensamientos fueron a parar a Antonapoulos. La dicha de su próxima reunión le dejaba casi sofocado. Se pellizcó la nariz y respiró con rápidos y breves jadeos a través de la boca ligeramente abierta.
[...]
El veraniego atardecer llegó lentamente. El sol se hundía tras una recortada línea de árboles en la lejanía y el cielo se tornaba pálido. El crepúsculo era lánguido y suave. Había una luna llena, muy blanca, y sobre el horizonte se cernían nubes bajas púrpura. La tierra, los árboles, las casas rurales de paredes sin pintar se iban oscureciendo lentamente. A intervalos, unos suaves relámpagos veraniegos estremecían el aire. Singer lo observaba todo atentamente hasta que la noche hubo caído, y su propia cara se reflejó en el cristal ante él.
Los niños andaban vacilantes por el pasillo del vagón con goteantes vasos de papel llenos de agua. El viejo vestido con un mono que viajaba en el asiento de delante de Singer bebía de vez en cuando whisky de una botella de coca-cola. Entre trago y trago tapaba cuidadosamente la botella con un tapón de papel. A la derecha, una niñita se pasaba por el cabello un pegajoso pirulí rojo. Cajas de zapatos con comida fueron abiertas, y del coche comedor trajeron bandejas con la cena. Singer no comió. Se recostó en el asiento y se dedicó a observar indiferente lo que ocurría alrededor. Al fin el coche recuperó su compostura. Los niños se echaron en los anchos y afelpados asientos, en tanto que hombres y mujeres compartiendo sus almoadones y descansaron lo mejor que pudieron.
Singer no durmió. Apretó la cara contra el cristal y se esforzó por ver en la noche. La oscuridad era intensa y aterciopelada. A veces se divisaba un pedazo de luz de luna o el parpadeo de una lámpara en una ventana de alguna casa. Gracias a la luz de la luna vio que el tren se había desviado de su curso hacia el Sur y se dirigía ahora al Este. La ansiedad que sentía era tan intensa que le costaba respirar a través de su nariz pellizcada, y tenía las mejillas escarlata. Permaneció sentado allí, con la cara pegada al frío cristal sucio de hollín, durante el largo viaje nocturno.
El tren llegó con más de una hora de retraso, y la fresca y brillante mañana estival estaba bastante avanzada cuando entraron en la estación. Singer se dirigió inmediatamente al hotel. [...]

El Corazón es un cazador solitario
de Carson MaCullers en traducció de R.M. Bassols

divendres, 9 d’abril del 2010

El darrer tren del Gatopardo

"Había llegado por la mañana de Nápoles havía pocas horas, y fue allí para consultar al profesor Sèmmola. Acompañado de su cuarentona hija Concetta, y de su nieto Fabrizietto, había llevado a cabo un viaje lúgubre, lento como una ceremonia fúnebre. El alboroto del puerto a la partida y el de la llegada a Nápoles, el olor a acre del camarote, el vocerío incesante de esta ciudad paranoica, lo habían exasperado con esa desesperación quejumbrosa de los débiles que los cansa y postra, que suscita la desesperación opuesta de los buenos cristianos que tienen muchos años de vida en las alforjas. Había pretendido regresar por tierra; decisión repentina que el médico trató de combatir, pero él había insistido, y tan imponente era la sombra de su prestigio que le había hecho apear de su opinión, con el resultado de tener luego que permanecer trenta y seis horas agazapado en un cajón ardiente, sofocado por el humo en los túneles que se repetían como sueños febriles, cegado por el sol en los espacios descubiertos, explícitos como tristes realidades, humillado por cien bajos servicios que había tenido que solicitar a su nieto despavorido. Atravesaron paisajes maléficos, sierras malditas, llanuras perezosas donde reinaba la malaria. Los panoramas calabreses y de Basilicata a él le parecían bárbaros, mientras que de hecho eran como los sicilianos. La línea del ferrocarril no estava todavía terminada: en su último tramo cerca de Reggio daba un largo rodeo por Metaponto a través de regiones lunares que, como burla, llevaban los nombres atléticos de Crotona y Sibaris. Luego en Mesina, después de la mendaz sonrisa del estrecho, desmentida por las requemadas colinas peloritanas, otro rodeo, largo como una demora judicial. Habíanse apeado en Catania y treparon hastaCastrogiovanni: la locomotora jadeante por las fabulosas cuestas parecía a punto de reventar como un caballo al que se le ha exigido un gran esfuerzo, luego de un ruidoso descenso, llegaron a Palermo. A la llegada las acostumbradas máscaras de familiares con la sonrisa de complacencia por el buen éxito del viaje. Fue tal vez la sonrisa consoladora de las personas que lo esperaban en la estación, de su fingido, y mal fingido, aspecto jubiloso, lo que le reveló el verdadero sentido del diagnóstico de Sèmmola, que a él sólo le había dicho frases tranquilizadoras. Y fue entonces, después de haber descendido del tren, mientras abrazaba a su nuera sepultada entre sus velos de viuda, a sus hijos que mostraban los dientes en una sonrisa, a Tancredi con sus hojos temerosos, a Angélica con la seda de su blusa bien ceñida sobre sus senos maduros; fue entonces cuando se dejó oir el rumor de la cascada."

El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa
Traduida al castellà per Ricardo Giralt Miracle