"Finalmente, la hora de la partida estaba muy cerca. Se encontraba en el andén, cargado con sus maletas y regalos, y observando cómo el tren rodaba por los raíles de la estación. Pronto estuvo sentado en uno de los vagones de día y acomodó su equipaje en las redes situadas encima de su cabeza. El coche estaba atestado, en su mayor parte con madres acompañadas de sus hijos. Los verdes y afelpados asientos despedían olor a mugre. Las ventanas del coche estaban súcias y por el suelo había desparramado arroz procedente sin duda de alguna pareja de recién casados embarcada en aquel vagón. Singer sonrió cordialmente a sus compañeros de viaje y se recostó en el asiento. Cerró los ojos. Sus pestañas formaban un borde curvado y oscuro sobre las mejillas. Su mano derecha se movía nerviosamente dentro del bolsillo.
Durante un rato sus pensamientos quedaron prendidos de la ciudad que dejaba atrás. [...].
Cuando abrió nuevamente los ojos, la ciudad estaba muy atrás. Y la olvidó. Al otro lado de la sucia ventana, desfilaba un brillante paisaje veraniego. El sol caía con intensos rayos coloreados de bronce sobre los verdes campos de algodón nuevo. Había hectáreas de tabaco. Había hectáreas de tabaco, sus plantas corpulentas y verdes remedando alguna monstruosa jungla. Huertos de melocotones con lujuriantes frutos colgando pesadamente de los árboles enanos. Kilómetros de pastos y decenas de kilómetros de tierras abandonadas, desteñidas, invadidas por toda clase de plantas herbáceas. El tren se abría camino a través de de oscuros pinares donde el terreno aparecía cubierto de resbaladizas agujas color castaño y las copas de los árboles enfilaban, altas y vírgenes, hacia el cielo. Y más allá, muy lejos de la ciudad en dirección al Sur, los pantanos de cipreses..., con las retorcidas raíces de los árboles hundiéndose en las salobres aguas, donde el musgo gris, en forma de jirones, trepaba por las ramas, donde las flores acuáticas tropicales florecían entre la humedad y la falta de luz. Y luego nuevamente en el espacio abierto, bajo el sol y el cielo mezcla de azul e índigo.

Singer se sentaba solemne y tímido, su cara totalmente vuelta hacia la ventanilla. Las grandes extensiones del espacio y el duro, elemental colorido, casi le cegaban. Aquella caleidoscópica variedad de escenario, aquella abundancia de vegetación y color, parecían en cierto modo relacionados con su amigo. Sus pensamientos fueron a parar a Antonapoulos. La dicha de su próxima reunión le dejaba casi sofocado. Se pellizcó la nariz y respiró con rápidos y breves jadeos a través de la boca ligeramente abierta.
[...]
El veraniego atardecer llegó lentamente. El sol se hundía tras una recortada línea de árboles en la lejanía y el cielo se tornaba pálido. El crepúsculo era lánguido y suave. Había una luna llena, muy blanca, y sobre el horizonte se cernían nubes bajas púrpura. La tierra, los árboles, las casas rurales de paredes sin pintar se iban oscureciendo lentamente. A intervalos, unos suaves relámpagos veraniegos estremecían el aire. Singer lo observaba todo atentamente hasta que la noche hubo caído, y su propia cara se reflejó en el cristal ante él.
Los niños andaban vacilantes por el pasillo del vagón con goteantes vasos de papel llenos de agua. El viejo vestido con un mono que viajaba en el asiento de delante de Singer bebía de vez en cuando whisky de una botella de coca-cola. Entre trago y trago tapaba cuidadosamente la botella con un tapón de papel. A la derecha, una niñita se pasaba por el cabello un pegajoso pirulí rojo. Cajas de zapatos con comida fueron abiertas, y del coche comedor trajeron bandejas con la cena. Singer no comió. Se recostó en el asiento y se dedicó a observar indiferente lo que ocurría alrededor. Al fin el coche recuperó su compostura. Los niños se echaron en los anchos y afelpados asientos, en tanto que hombres y mujeres compartiendo sus almoadones y descansaron lo mejor que pudieron.
Singer no durmió. Apretó la cara contra el cristal y se esforzó por ver en la noche. La oscuridad era intensa y aterciopelada. A veces se divisaba un pedazo de luz de luna o el parpadeo de una lámpara en una ventana de alguna casa. Gracias a la luz de la luna vio que el tren se había desviado de su curso hacia el Sur y se dirigía ahora al Este. La ansiedad que sentía era tan intensa que le costaba respirar a través de su nariz pellizcada, y tenía las mejillas escarlata. Permaneció sentado allí, con la cara pegada al frío cristal sucio de hollín, durante el largo viaje nocturno.
El tren llegó con más de una hora de retraso, y la fresca y brillante mañana estival estaba bastante avanzada cuando entraron en la estación. Singer se dirigió inmediatamente al hotel. [...]
El Corazón es un cazador solitario
de Carson MaCullers en traducció de R.M. Bassols