dimecres, 17 d’agost del 2011

Albertina

Tot enviant a Saint-Loup a cercar noticies d’Albertine… “Consultando la guía, vio que no podría salir hasta la noche, Francisca me preguntó:

- ¿Quito del despacho la cama de mademoiselle Albertina?

- Al contrario – le dije – hay que hacerla.

Esperaba que volvería de un día a otro y no quería ni siquiera que Francisca pudiera suponer que hubiera la menor duda. La marcha de Albertina tenía que parecer cosa convenida entre nosotros, en modo alguno que me amara menos. Pero Francisca me miró con un gesto, si no de incredulidad, al menos de duda. También ella tenía sus dos hipótesis. Se le dilataba la nariz, olfateaba la riña, debía sentirla, desde hacía tiempo. Y si no estaba completamente segura, quizá era sólo porque, lo mismo que yo, desconfiaba de creer enteramente en una cosa que la hubiera alegrado mucho.

Cuando apenas debía haber llegado Saint-Loup al tren, me crucé en mi antesala con Bloch, al que no había oído llamar, así que me vi obligado a recibirle un momento […]

[…] La verdad es que en aquel Balbec tanto tiempo deseado no encontré la iglesia persa que soñaba ni las nieblas eternas. Ni siquiera el precioso tren de la una y treinta y cinco respondió a lo que yo me figuraba. Pero, a cambio de lo que la imaginación hace esperar y que tanto nos esforzamos por descubrir, la vida nos da algo que estábamos muy lejos de imaginar. […]

[…] Recordaba a Albertina bajando del tren y diciéndome que tenía gana de ir a Saint-Martin-le Vêtu, y la veía también delante, con su toca bajada sobre las mejillas; volvía a ver posibilidades de felicidad y me lanzaba hacia ellas diciéndome: “Podíamos haber ido juntos hasta Quimperlé, hasta Pont-Aven”. No había ninguna estación cerca de Balbec donde no la viese, de suerte que aquella tierra, como un país mitológico conservado, me tornaba vivas y crueles las leyendas más antiguas, las más seductoras, las más difuminadas por lo que siguió en mi amor. […]

[…] Mi madre no debía estar lejos de la estación. Pronto saldría el tren. Y se extendía ya ante mí la Venecia donde iba a permanecer sin ella. No solamente no contenía ya a mi madre, sino que, como yo no tenía suficiente calma para dejar que mi pensamiento se posara en las cosas que estaban ante mí, aquellas cosas dejaron de contener ya nada de mí; más aún, dejaron de ser Venecia, como si sólo yo hubiera insinuado un alma en las piedras de los palacios y en el agua del canal.

Y me quedé inmóvil, disuelta la voluntad, sin decisión aparente; seguramente en esos momentos está ya tomada: nuestros mismos amigos pueden a veces preverla. Pero nosotros no podemos, y cuantos sufrimientos se nos evitarían si pudiéramos preverla.

Pero de antros más oscuros que aquellos de los que se lanza el cometa que se puede predecir – en virtud del insospechable poder defensivo del hábito invertebrado, en virtud de las ocultas reservas que éste, con un impulso súbito, lanza a la liza en el último momento - surgió, por fin, mi acción: eché a todo correr y llegué, con las portezuelas ya cerradas, pero a tiempo de alcanzar a mi madre, roja de emoción, conteniéndose para no llorar, pues creía que yo ya no iba a ir. “Ya lo decía tu pobre abuela: es curioso, nadie tan insoportable o gentil como este pequeño”. En el trayecto vimos Padua y después Verona venir hacia el tren, decirnos adiós casi hasta la estación, y cuando nos alejamos, las vimos volver, porque ellas no partían e iban a reanudar su vida, una a sus campos y otra a su colina.

Pasaban las horas. Mi madre no se apresuró a leer las dos cartas que no había hecho más que abrir y procuró que tampoco yo sacara en seguida mi cartera para coger la carta que me había dado el conserje del hotel. Temía, como siempre, que me resultaran viajes demasiado largos, demasiado fatigosos, y retrasaba lo más posible, para ocuparme en las últimas horas, el momento de desenvolver los huevos duros, pasarme los periódicos, deshacer el paquete de libros que había comprado sin decírmelo. Miré a mi madre, que leía su carta con sorpresa , después levantaba la cabeza y sus ojos parecían posarse sucesivamente en recuerdos distintos, incompatibles y que ella no lograba conciliar. Mientras tanto, reconocí la letra de Gilberta en mi sobre. Lo abrí. […]"

Marcel Proust, La fugitiva (En busca del tiempo Perdido, 6)
Traducció de Consuelo Berges