divendres, 19 d’agost del 2011

El Gaucho

“[…] A la mañana siguiente hizo la maleta y se fue en taxi a la estación. Las mujeres lo despidieron desde la acera.
El viaje en tren fue largo y monótono, lo que le permitió reflexionar a sus anchas. Al principio el vagón iba repleto de gente. Los temas de conversación, según pudo colegir, eran básicamente dos: la situación de bancarrota del país y el grado de preparación de la selección argentina de cara al mundial de Corea y Japón. La masa humana le recordó los trenes que salían de Moscú en la película El doctor Zhivago, que había visto hacía tiempo, aunque en los trenes rusos de aquel director de cine inglés la gente no hablaba de hockey sobre hielo ni de esquí. No tenemos remedio, pensó, aunque estuvo de acuerdo en que, sobre el papel, el once argentino parecía imbatible. Cuando se hizo de noche las conversaciones cesaron y el abogado pensó en sus hijos, en la Cuca i en el Bebe, ambos en el extranjero, y también pensó en algunas mujeres a las que había conocido íntimamente y de las que no esperaba volver a acordarse y que surgían del olvido, silenciosas, la piel cubierta de transpiración, insuflando en su espíritu agitado una especie de serenidad que no era serenidad, una disposición a la aventura que tampoco era precisamente eso, pero que se le parecía.
Luego el tren empezó a rodar por la pampa y el abogado juntó la frente al cristal frío de la ventana y se quedo dormido.
Cuando despertó, el vagón iba medio vacío y junto a él un tipo aindiado leía un cómic de Batman. ¿En dónde estamos?, le preguntó. En Coronel Gutiérrez, dijo el hombre. Ah, bueno, pensó el abogado, yo voy a Capitán Jourdan. Después se levantó y estiró los huesos y se volvió a sentar. En el desierto vio a un conejo que parecía echarle una carrera al tren. Detrás del primer conejo corrían cinco conejos. El primer conejo, al que tenía casi al lado de la ventana, iba con los ojos muy abiertos, como si la carrera contra el tren le estuviera costando un esfuerzo sobrehumano (o sobreconejil, pensó el abogado). Los conejos perseguidores, por el contrario, parecían correr en tándem, como los ciclistas perseguidores en el Tour de Francia. El que relevaba daba un par de saltos y el que iba en cabeza bajaba hasta el último puesto, el tercero se ponía en el segundo, el cuarto en el tercero y así el grupo cada vez iba restando más metros al conejo solitario que corría bajo la ventanilla del abogado. ¡Conejos!, pensó éste, ¡qué maravilla! En el desierto, por otra parte, no se veía nada, una enorme e inabarcable extensión de pastos ralos y grandes nubes bajas que hacían dudar de que estuvieran próximos a un pueblo. ¿Usted va a Capitán Jourdan?, le preguntó al lector de Batman. Éste daba la impresión de leer las viñetas con extremo cuidado, sin perderse ningún detalle, como si se paseara por un museo portátil. No, le contestó, yo me bajo en El Apeadero. Pereda hizo memoria y no recordó ninguna estación llamada así. ¿Y eso qué es, una estación o una fábrica?, dijo. El tipo aindiado lo miró fijamente: una estación, contestó. Me parece que se ha molestado, pensó Pereda. La pregunta había sido improcedente, una pregunta dictada no por él, de común un hombre discreto, sino por la pampa, directa, varonil, sin subterfugios, pensó.
Cuando volvió a apoyar la frente en la ventanilla vio que los conejos perseguidores ya habían dado alcance al conejo solitario y que se le arrojaban encima con saña, clavándole las garras y los dientes, esos largos dientes de roedores, pensó espantado Pereda, en el cuerpo. Mientras el tren se alejaba vio una masa amorfa de pieles pardas que se revolvía a un lado de la vía.
En la estación de Capitán Jourdan sólo se bajó Pereda y una mujer con dos niños. El andén era mitad de madera y mitad de cemento y por más que buscó no halló a un empleado del ferrocarril por ninguna parte. La mujer y los niños echaron a caminar por una pista de carretas y aunque se alejaban y sus figuras se iban haciendo diminutas, pasó más de tres cuartos de hora, calculó el abogado, hasta que desaparecieron en el horizonte. ¿Es redonda la tierra?, pensó Pereda. ¡Por supuesto que es redonda!, se respondió, y luego se sentó en una vieja banca de madera pegada a la pared de las oficinas de la estación y se dispuso a matar el tiempo. Recordó, como era inevitable, el cuento El Sur, de Borges, y tras imaginarse la pulpería de los párrafos finales los ojos se le humedecieron. Después recordó el argumento de la última novela del Bebe, vio a su hijo escribiendo en un ordenador, en la incomodidad de una habitación en una universidad del Medio Oeste norteamericano. Cuando el Bebe regrese y sepa que he vuelto a la estancia..., pensó con entusiasmo. La resolana y la brisa tibia que llegaba a rachas de la pampa lo adormecieron y se durmió. Despertó al sentir que una mano lo remecía. Un tipo tan mayor como él y vestido con un viejo uniforme de ferrocarrilero le preguntó qué estaba haciendo allí. Dijo que era el dueño de la estancia Álamo Negro. El tipo se lo quedó mirando un rato y luego dijo: El juez. Así es, contestó Pereda, hubo un tiempo en que fui juez. ¿Y no se acuerda de mí, señor juez? Pereda lo miró con atención: el hombre necesitaba un uniforme nuevo y un corte de pelo urgente. Negó con la cabeza. Soy Severo Infante, dijo el hombre. Su compañero de juego, cuando usted y yo éramos chicos. Pero, che, de eso hace mucho, cómo me podría acordar, respondió Pereda, y hasta la voz, no digamos las palabras que empleó, le parecieron ajenas, como si el aire de Capitán Jourdan ejerciera un efecto tónico en sus cuerdas vocales o en su garganta.
Es verdad, tiene razón, señor juez, dijo Severo Infante, pero yo igual lo pienso celebrar. Dando saltitos, como si imitara a un canguro, el empleado de la estación se perdió en el interior de la boletería y cuando salió llevaba una botella y un vaso. A su salud, dijo, y le ofreció a Pereda el vaso que llenó hasta la mitad de un líquido transparente que parecía alcohol puro y que sabía a tierra quemada y a piedras. Pereda probó un sorbo y dejó el vaso sobre la banca. Dijo que ya no bebía. Luego se levantó y le preguntó hacia dónde quedaba su estancia. Salieron por la puerta trasera. Capitán Jourdan, dijo Severo, queda en esa dirección, nada más cruzar el charquito seco. Álamo Negro queda en esa otra, un poco más lejos, pero no hay manera de perderse si uno llega de día. Tené cuidado con la salud, dijo Pereda, y echó a andar en dirección a su estancia.

“El gaucho insufrible”
Roberto Bolaño

dimecres, 17 d’agost del 2011

Albertina

Tot enviant a Saint-Loup a cercar noticies d’Albertine… “Consultando la guía, vio que no podría salir hasta la noche, Francisca me preguntó:

- ¿Quito del despacho la cama de mademoiselle Albertina?

- Al contrario – le dije – hay que hacerla.

Esperaba que volvería de un día a otro y no quería ni siquiera que Francisca pudiera suponer que hubiera la menor duda. La marcha de Albertina tenía que parecer cosa convenida entre nosotros, en modo alguno que me amara menos. Pero Francisca me miró con un gesto, si no de incredulidad, al menos de duda. También ella tenía sus dos hipótesis. Se le dilataba la nariz, olfateaba la riña, debía sentirla, desde hacía tiempo. Y si no estaba completamente segura, quizá era sólo porque, lo mismo que yo, desconfiaba de creer enteramente en una cosa que la hubiera alegrado mucho.

Cuando apenas debía haber llegado Saint-Loup al tren, me crucé en mi antesala con Bloch, al que no había oído llamar, así que me vi obligado a recibirle un momento […]

[…] La verdad es que en aquel Balbec tanto tiempo deseado no encontré la iglesia persa que soñaba ni las nieblas eternas. Ni siquiera el precioso tren de la una y treinta y cinco respondió a lo que yo me figuraba. Pero, a cambio de lo que la imaginación hace esperar y que tanto nos esforzamos por descubrir, la vida nos da algo que estábamos muy lejos de imaginar. […]

[…] Recordaba a Albertina bajando del tren y diciéndome que tenía gana de ir a Saint-Martin-le Vêtu, y la veía también delante, con su toca bajada sobre las mejillas; volvía a ver posibilidades de felicidad y me lanzaba hacia ellas diciéndome: “Podíamos haber ido juntos hasta Quimperlé, hasta Pont-Aven”. No había ninguna estación cerca de Balbec donde no la viese, de suerte que aquella tierra, como un país mitológico conservado, me tornaba vivas y crueles las leyendas más antiguas, las más seductoras, las más difuminadas por lo que siguió en mi amor. […]

[…] Mi madre no debía estar lejos de la estación. Pronto saldría el tren. Y se extendía ya ante mí la Venecia donde iba a permanecer sin ella. No solamente no contenía ya a mi madre, sino que, como yo no tenía suficiente calma para dejar que mi pensamiento se posara en las cosas que estaban ante mí, aquellas cosas dejaron de contener ya nada de mí; más aún, dejaron de ser Venecia, como si sólo yo hubiera insinuado un alma en las piedras de los palacios y en el agua del canal.

Y me quedé inmóvil, disuelta la voluntad, sin decisión aparente; seguramente en esos momentos está ya tomada: nuestros mismos amigos pueden a veces preverla. Pero nosotros no podemos, y cuantos sufrimientos se nos evitarían si pudiéramos preverla.

Pero de antros más oscuros que aquellos de los que se lanza el cometa que se puede predecir – en virtud del insospechable poder defensivo del hábito invertebrado, en virtud de las ocultas reservas que éste, con un impulso súbito, lanza a la liza en el último momento - surgió, por fin, mi acción: eché a todo correr y llegué, con las portezuelas ya cerradas, pero a tiempo de alcanzar a mi madre, roja de emoción, conteniéndose para no llorar, pues creía que yo ya no iba a ir. “Ya lo decía tu pobre abuela: es curioso, nadie tan insoportable o gentil como este pequeño”. En el trayecto vimos Padua y después Verona venir hacia el tren, decirnos adiós casi hasta la estación, y cuando nos alejamos, las vimos volver, porque ellas no partían e iban a reanudar su vida, una a sus campos y otra a su colina.

Pasaban las horas. Mi madre no se apresuró a leer las dos cartas que no había hecho más que abrir y procuró que tampoco yo sacara en seguida mi cartera para coger la carta que me había dado el conserje del hotel. Temía, como siempre, que me resultaran viajes demasiado largos, demasiado fatigosos, y retrasaba lo más posible, para ocuparme en las últimas horas, el momento de desenvolver los huevos duros, pasarme los periódicos, deshacer el paquete de libros que había comprado sin decírmelo. Miré a mi madre, que leía su carta con sorpresa , después levantaba la cabeza y sus ojos parecían posarse sucesivamente en recuerdos distintos, incompatibles y que ella no lograba conciliar. Mientras tanto, reconocí la letra de Gilberta en mi sobre. Lo abrí. […]"

Marcel Proust, La fugitiva (En busca del tiempo Perdido, 6)
Traducció de Consuelo Berges